MIGUEL ANGEL BUONARROTI representa, junto con Leonardo da Vinci, la excelencia del genio del Renacimiento, es el espíritu rebelde y el ardor artístico que caracteriza toda su obra, tanto en pintura, escultura e incluso arquitectura, a través de la que expresa su potencial plástico y esa particular energía tan vigorosa.
Y nada más acertado afirmar que Miguel Ángel Buonarroti fue un artista "divinizado" desde su propio tiempo, y que viene a demostrar la culminación del desarrollo del arte, y como muestra tres obras de Miguel Ángel que avalan dicha condición: los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, donde el clasicismo pagano y la historia de la redención cristiana confluyen, la tumba de Julio II, en la que Moisés se nos muestra como el mediador entre un Dios que resulta difícil de comprender y un pueblo que ha perdido su rumbo y las tumbas de Lorenzo y Giuliano de Medici, extraordinario escenario en el que son protagonistas la vida y la muerte.
Con esta introducción doy paso al artículo cuya lectura os propongo y que está dedicado a los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Paulina del Vaticano, denominada así en honor al papa Paulo III Farnese, quien encargó las obras al arquitecto Antonio da Sangallo el Joven , y que fue construida en sólo tres años en el corazón del Palacio Pontificio. La capilla parva (contrapuesta a la capilla magna, cuyas funciones habían pasado a la Sixtina) era la que estaba destinada al cónclave, y principalmente era el lugar en el que era conservado el Santísimo Sacramento, por lo que se le había provisto de un altar y un tabernáculo.
Cuando esta capilla fue inaugurada por el papa Pablo III carecía de decoraciones, si bien éste tenía del todo claro quién quería para llevarlas a cabo: Miguel Ángel Buonarroti, que acabada de terminar los arduos y duros trabajos de la monumental Capilla Sixtina, con su obra El Juicio Universal. Y pese a que Miguel Ángel tenía ya una avanzada edad, 65 años, no se negó al encargo, empezando a trabajar, pleno de energía, en las dos paredes de seis metros por seis que se le habían reservado, y fue así que durante 172 días, repartidos a lo largo de siete años, que el gran maestro Miguel Ángel regaló al mundo La Conversión de San Pablo y La Crucifixión de San Pedro, realizadas una frente a otra al inicio de la capilla, siguiendo ese orden, toda vez que la escena del viaje de Saulo de Tarso, estilísticamente, es la más cercana al Juicio Final.
En la Conversión de San Pablo, Miguel Ángel hace que Jesús irrumpa en la escena desde lo alto, en forma física real, y no se trata de un sueño o aparición, algo que no fue aceptado ni comprendido por una parte del clero; no obstante, el eje fundamental en torno al que gira todo el fresco es una línea recta que une a Cristo, en la parte alta y a Pablo, en la parte baja de la representación. Y para ello se sirve de un haz de luz deslumbrante y una imagen de San Pablo que nos desconcierta en gran medida, pues es el rostro de Miguel Ángel, el de un hombre mayor, con el que le identifica, algo que hasta entonces no había sido mostrado, pues se daba por hecho que Saulo-Pablo tendría unos 30 años, cuando su conversión. Ello ha sido justificado en el sentido de considerar que el ser humano necesita de una luz superior para alcanzar la verdad.
El segundo de los frescos representado en la pared de enfrente trata la temática de la Crucifixión de San Pedro, en el que destaca la cruz al revés de éste, lo que produce cierto vacío compositivo en el espacio superior, más Miguel Ángel resuelve la imagen que capta el espectador con el rostro de San Pedro, que levanta el torso con una fuerza increíble y mira hacia atrás, hacia fuera de la escena. Ello ha sido interpretado como si en un último momento sus ojos intentaran buscar a alguien en su hora final.
Es curioso el hecho que en ambos frescos los rostros de San Pablo y San Pedro están uno frente a otro.
Y por último destacar que tanto en una como otra obra Miguel Ángel sienta el precedente de romper las normas clásicas, experimentando con los volúmenes y las texturas, la iluminación y las composiciones arriesgadas y los escorzos, todo ello tiene como finalidad aumentar la carga emotiva. Todo ello hizo de Miguel Ángel un artista visionario que se adelantó a su tiempo apostando por un estilo del todo novedoso: el manierismo.
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